Pulga Rodríguez, el fútbol proletario

Pulga Rodríguez, el fútbol proletario

8Jun21 0 Por Admin

Detrás del triunfo sabalero, perfil de un jugador exquisito artífice del milagro de Colón de Santa Fe.

Por Fernando Stratta

El día en que Pocholo gastó treinta pesos en la feria de Simoca para comprarle un par de botines nuevos a Luis Miguel, Bety lo habrá mirado de reojo: sabía que debería inventarse algo para darle de comer a toda la familia esa semana. Los trabajos de pintura y albañilería no abundaban en Tucumán, años noventa, la Argentina de la convertibilidad que fabricaba desocupados a los costados de las rutas.

La historia del Pulga como futbolista está plagada de traspiés y desilusiones. Es una carrera en terreno mojado y con la cancha inclinada en contra. Es el sueño del pibe al que le prometen Europa en su infancia, seguido por el engaño de algún representante. Es abandonar dos veces el fútbol y ponerse a pintar techos. Es jugar por plata todas las semanas, porque en esos partidos se gana lo que un albañil en una quincena. Arrancar de nuevo en la liga tucumana para más tarde convertirse en ídolo de su provincia. Llevar a equipos en los márgenes del negocio a disputar torneos nacionales e internacionales. Jugar un partido amistoso con la selección dirigida por Diego. Hasta llegar a consagrarse campeón del fútbol argentino.

Por estos días, Pulga es uno de los jugadores más amados de la Argentina. Ese amor se lo ganó con goles imposibles. Pero la gambeta más impresionante la dio hace apenas unos días: por primera vez en el fútbol local logró salir campeón un equipo que no se encuentra geográficamente en el AMBA o en Rosario. Tal es el centralismo del negocio, lo que dimensiona la magnitud de la hazaña.

Luis Miguel Rodríguez, se repite hasta el hartazgo, es la sobrevivencia del jugador pícaro en las canchas argentinas. Pero si es cierto que Pulga juega a la pelota como en Simoca, eso nunca debería entenderse como una romantización barata del potrero. Pulga juega como en su pueblo, porque ahí aprendió que en una casa humilde la solidaridad es un valor indispensable para la sobrevivencia. Juega como en el potrero, porque sabe (no se olvida) el valor que el talento en este deporte tiene para el hijo de un laburante: la posibilidad de salir de pobre y un salvoconducto para no terminar reventado por la policía. Corre como en un picado, porque en un partido por plata aprendió a aguantarse las patadas y que lo tiren contra el alambrado de púas. Y lo más maravilloso es que Luis Miguel Rodríguez, por toda estrategia, responde con la belleza. Despliega jugadas antológicas porque las sabe más efectivas, y hermosas, para la victoria. La ética de la belleza, en el Pulga, no es el “imperativo categórico” de un filósofo alemán pretensioso: es producto del aprendizaje de un pibe criado en un lugar donde el mango no alcanza, pero con los saberes claros que brinda la moral proletaria.

Sabe Miguel, ya lo hizo dos veces, podía dejar el fútbol, echar panza y dedicarse a frapear una pared. Y ahí insistió su familia, su hermano, para que siguiera con la pelota. La trayectoria de los equipos por los que pasó el Pulga dicen bastante de quién es como jugador: Unión Tranviaria Automotor (UTA), en la liga tucumana; Racing de Córdoba, en el Federal y en el Nacional; Atlético Tucumán, Newells y Cólon de Santa Fe.

Un jugador ya grande, de 34 años, es el que decide dar un paso más en su carrera. En Colón de Santa Fe compran su pase por menos de lo que vale un préstamo entre clubes, pero le ofrecen un sueldo con el que hacer una diferencia económica. Un club popular del interior del país, sufrido, que nunca ganó nada, contrata a esta suerte de antihéroe para cumplir un anhelo: ganar algo de una vez por todas. Como si el destino los cruzara, la historia del Pulga comenzaría a escribirse en el club más popular de Santa Fe, ese al que le dicen “sabalero” porque de eso trabajan en los ranchos que circundan el Cementerio de los Elefantes y no hay ningún isleño que salga a tirar un espinel sin un trapo rojo y negro flameando en la canoa. 

Estuvo cerca la primera vez llegando a la final de la Copa Sudamericana. La hinchada armó su propio ritual, su fiesta pagana, su procesión sin dioses. Los Palmeras convidaron cumbia y hasta los jueces de línea se pusieron a bailar. Pero ahí apareció el peso de la historia; en realidad, el peso de las derrotas, esa piedra que deben soportar los vencidos como un estigma. Y apareció el descenso del ’81, el octogonal perdido en el ’89, apareció la final en el Chateau de Córdoba, la inundación del 2003, y el nuevo descenso del 2014. Creímos, los hinchas, que el sueño era imposible. Seríamos por siempre, sobre todo, “hinchas de nuestra propia hinchada”.

Y asomó en el camino, por segunda vez, Eduardo Domínguez, que arrancó esta copa con el Pulga en el banco de suplentes. Pero en el segundo tiempo, cuando ingresó frente a Central Córdoba de Santiago del Estero, le bastaron 15 minutos para demostrarle al técnico que iba a tener que pensar muy bien la próxima vez que decida no contar con sus servicios en cancha. Los mismos 15 minutos que le tomó al PR10 avisarle al fútbol que se convertiría en goleador del campeonato. Y si bien en esos minutos efímeros el Pulga ya sabía lo que iba a suceder, ni el más fanático colonista hubiera siquiera sospechado que el 4 de junio del 2021 se nos daría, al fin, lo que tantas generaciones habían deseado. Después de todo, el día en que Colón salió campeón fue un claro día de justicia.

En Los Inundados, una de las primeras películas del santafesino Fernando Birri, las familias que viven a orillas del puente carretero tienen que abandonar sus ranchos por la crecida del río Salado. Lo pierden todo, pero están acostumbrados. Siempre es así. Un camión pasa repleto de muchachos exaltados que, entre el vino y la guitarra, se hacen sentir mientras cruzan el terraplén. Se dirigen al centro de la ciudad. Los que van ahí arriba no tienen nada. Nada que perder, excepto la tristeza. Y ahí nomás, desde ese camión a contramano de la historia, se escucha un grito profundo que nace desde adentro del alma, como un sapukai: “¡Colón viejo, nomás!”.