El bar de Juan

El bar de Juan

21Jun21 0 Por Héctor Zuñiga (Panini)

A la gente seguramente le cabía como a él, el bar, la atención, la música, el murmullo de la gente, todo. Porque los sábados siempre se llenaba. Rara vez cabía un alfiler.

A los ojos de Máquina, el barcito, era lo más sobresaliente de la noche “acheraleña”. Desde el ochenta y cinco atendido por Juan Osorio (juanila)
Tambien los sábados para Máquina tenían un sabor especial.
En esos días de zafra trabaja hasta antes del mediodía: macheteando, descolando y amontonado caña de azucar.
Luego alzaba las herramientas, subía a la bici y pire cucaracha.
En casa, tiraba el mugroso ropaje en la pileta: pantalón, camisa, remera, buzo, campera, medias, gorra y pañuelo con abundante agua y mucho, pero mucho jabón en polvo. Después de un rico baño y arremangándose hasta los codos, restregaba la ropa, enjuagaba, y la colgaba en la soga.
Recién entonces almorzaba, masticando cada bocado: digeriendo bien los alimentos y paschándose con unos vasos de un “Toribio tinto”, al que agregaba cubitos de hielo y unos chorritos de limón. El alcohol adormecía su cerebro y amortiguaba el ímpetu viril, lo que lo llevaba a dormir como marmota para reponer energía y andar “pataperreando” en la noche con alguna junta inevitable. De esas que lo tenían invariablemente hasta altas horas de la madrugada. Aunque ese sábado con unos pocos mangos en los bolsillos tomaría “alguito” en lo de Juan. Y si no había a quién colear, volverse a casa sin penas ni gloria.
Faltaba poco pa cobrar la quincena y no quería empeñarse por asuntos de chupa.
Necesitaba una campera. La que él le había echado el ojo en Monteros estaba con un precio medio salao, pero valía la pena.
Amén de pagar la libreta en lo del gringo Ávila que le aguantaba todo y unas cuantas monedas en la verdulería de Miguel Ángel, no tenía otro gastos. El gas todavía tiraba, y la boleta de la luz vendría a fin de mes.
Cuando cayó la tarde-noche, salió bien perfumado, bien pituco.
Caminaba la calle, mirando donde pisaba, esquivando los pedrones al avanzar.
-“¡Qué porquería! -se quejó indignado-. ¡Esa máquina de mierda hace cagadas nomás¡ -y agregó- Esos cerebros de la comuna la mandan de tanto en tanto con la intención de mejorar el camino, pero queda que no se puede andar.
Llegó a la placita por el pasaje de las vías. Buscó un asiento debajo de una planta de paraíso y se sentó.
Sacó un cigarrillo, haciendo un hueco con una mano lo encendió: echó un vistazo al paquete, “aún le quedaban varios”. Podría tirar:
no era tan fumador.
Fumadores eran otros: “el Rata, el Puré, el Fredy Ale”, “papacito” su vecino, que pisaban un pucho y prendían otro.
Caramelos. Siempre cargaba caramelos… nunca andaba sin ellos. El pucho se disfruta más con un caramelo en la boca.
Hizo varias pitadas haciendo argollas o, expulsando con fuerza todo el humo de una vez.
Miraba y saludaba: un “hola” por aquí, un “qué tal” por allá.
“-Adiós amigo, que le vaya bien” -le contestó al viejito Ponce que pasaba cargado con bolsos en una bicicleta que era alta como un camión. Una de esas tenía su viejo.
Estaba frente al bar, viendo como Juan acomodaba unas sillas para unos clientes que habían entrado. Algún chiste seguro les estaría haciendo porque los recién llegados se reían.
-¡Já!, éste Juan, siempre tan compadrón, pensó-. Nunca ha tenido quejas de él.
Jamás.
¿Será por eso de que lo que consumió garpó?
De todas formas, el bar representaba mucho. Lo sentía agradable, acogedor.
Por ahí, quién sabe si Juan sabría el efecto que provocaba en sus sentimientos la voz de Roque Narvaja cantando “Menta y Limón”, o la música de Flash Dance, o Camilo Sexto, o Dyango, o Alejandro Lerner, cuando ya la bebida empezaba ha provocar el desprendimiento de las emociones.
La gente pasaba. Iba y venía por la calle, por la plaza. La actividad nocturna del pueblo era ya la de los fines de semana.
De repente supo que por estar distraído en sus divagaciones no se habia dado cuenta que “Francisco” le hacía señas desde la vereda del consultorio del Doctor (bichín).
-Eh, viejo, ¿qué te pasa? ¿En qué estás pensando? -le preguntó estirando la mano para saludarlo-. ¿Hay algún problema?
Francisco era dentro de sus amistades, una buena persona, bien piola. Tenían casi los mismos gustos por las cosas.
Charlabán animadamente, como lo hacian cuando estaban ya dentro del bar, sentados, con Francisco enterado que Máquina solo tenía para unos cuantos tragos, nada más.
-“La amistad por sobre todas las cosas es lo que importa -se despachó Francisco filosóficamente-. ¿No lo creés así? -y agregó-. Para mí tu compañía vale oro”.
El bar estaba lleno. Todas las mesas ocupadas.
Era previsible.
A la gente seguramente le cabía como a él, el bar, la atención, la música, el murmullo de la gente, todo. Porque los sábados siempre se llenaba. Rara vez cabía un alfiler.
Juan iba y venía muy activo levantando los envases, los platos o dejando algún pedido:
un par de sánguches en una meaa, cervezas en otra, un whisky por otro lado, sonriendo o bromeando con los clientes. Porque Juan era así.
Y sucedió.
La clientela toda salió a las apuradas. Ganando la vereda para presenciar la pelea.
Cuatro changos, dos por un lado y dos por el otro se agarraron a las trompadas en plena calle, sin que alguno sepa el motivo.
Nadie de los que mirábamos atinaba a separarlos. Como que el espectáculo que estaban dando los changos era agradable a los ojos.
Los cuatro eran del pueblo y dos de ellos reconocidos hinchapelotas, que de tanto en tanto se trenzaban con cualquiera.
Los que peleaban de este lado de la calle habían caído al piso y ahí forcejeaban sin pegarse porque no podían liberar las manos. De los otros, uno (uno de los rompe pelotas) avanzaba amagando con sacar una trompada pero no lo hacía, no se animaba porque el rival, un fisioterapeuta que nunca se metía con nadie, retrocediendo lo esperaba, y lo esperaba y al menor descuido daba el zarpazo metiendole un piñón en la jeta.
En lo que retrocedía pispeaba la pelea de su compañero, que tirado en el piso no podía zafar de su contrincante. La gente, no solo la que estaba en el bar, sino las que andaban por la plaza, los que jugaban en el billar-café de don Octavio Racedo, otros que andaban por la Céntrica San Martin, observaban expectantes.
¿Y la autoridad policial dónde carajo estaba? ¿Qué hacían que no llegaban para parar la pelea?
Fuaaaá. Un terrible patadón pegó medio a medio del pecho el fisioterapeuta al contrincante de su amigo que lo tiró con el culo a la bulla, y aún así no descuidó la guardia. Un genio, jajajá. Luego, alguien ya cansado del espectáculo junto a otros que lo siguieron separaron a los peleadores y cada uno volvió a lo que estaba haciendo antes. Hasta Juan había visto la pelea desde la puerta del bar.
Medio mareado se despidió de Francisco dándole la mano, sacó el último pucho, lo encendió, y lentamente por donde vino volvió a casa.


03/06/21- Foto. Mirador provincial.com