Tristezas y alegrías de la calle Corrientes
29Ago21 1 Por Daniel CampioneLa avenida ha sufrido muchos golpes a lo largo de su historia. El que le ha propinado la pandemia es uno de los más duros. Podemos alentar la esperanza de que, como en otras ocasiones,termina por renacer. Buenos Aires tiene allí una referencia que no debe perderse.
En los últimos días se difundieron dos noticias que provocan sensaciones encontradas. Reabrió La Giralda, sobre Corrientes, a media cuadra entre Paraná y Uruguay. Estaba cerrada desde 2018. Habíamos temido por su suerte, ya que la pandemia se abatió sobre el bar cuando estaba en medio de una costosa refacción. Felizmente las premoniciones pesimistas no se cumplieron y allí está de nuevo. Habrá que ver si la remodelación resulta apropiada y no quiebra con el espíritu tradicional del bar.
Casi al mismo tiempo se conoció el cierre de La Paz. Ese bar había sufrido un prolongado declive, a partir de una reforma no muy feliz en la década de 1990. Que años más tarde fue “completada” con una atrocidad: La instalación de un maxikiosko que ocupaba un trecho de la vidriera que da a Corrientes Había perdido público, ya no tenía ambiente de bohemia, pero allí estaba. Los efectos de la propagación del coronavirus la terminaron de vencer.
Al compás de los recuerdos
La “pequeña historia” de esos dos bares, y algunos otro de la zona, me remonta a más de cuarenta años atrás, en la segunda mitad de la década de 1970. Con mi grupo de amigos de entonces, decidimos venirnos para el centro. Hasta ese momento el escenario de nuestras modestas andanzas se ceñía a la zona oeste de la ciudad. En un corredor que iba desde Liniers hasta Flores, con la avenida Rivadavia como eje. Aquella zona ya nos quedaba chica, por dos razones. Queríamos acceder a los cines, los cafés y las librerías del centro. Nuestros barrios de origen ofrecían poco de eso. Y en segundo lugar, se vivía el peor período de la dictadura iniciada en 1976. La presión policial, por alguna razón, era más fuerte en los barrios que en el centro. Las paradas más o menos rutinarias por los patrulleros de ronda, y los más atemorizantes encontronazos con agentes de civil, salidos vaya a saber de dónde, eran un incentivo para transitar menos las noches del oeste.
El “trasplante” tuvo un centro de operaciones bien definido: Encuentro en La Paz todos los viernes a la noche. Desde allí se podía ir a los cines cercanos, el Arte y el Cosmos en primer lugar. Pese a la implacable censura, se podía acceder a films no comerciales. En ellos veíamos películas impensables en las salas. A comenzar por las brillantes creaciones de Federico Fellini e Ingmar Bergman.
Las veladas podían comenzar (o terminar) en el Pippo de Montevideo. Por aquellos tiempos era de una baratura inusual, lo que lo convertía en el único restaurante de la zona accesible a nuestros bolsillos. Antes o después, era de rigor la caminata, con las librerías y alguna disquería como puntos para recalar.
Los locales de venta de libros estaban expurgados de casi todo el material de temática política o histórica. Quedaba la literatura de ficción, también restringida pero con más vías de escape. Recuerdo que durante algunos años estuvo de moda Hermann Hesse. Leímos y comentamos en grupo varias de sus novelas. Una de ellas nos fascinó, El lobo estepario. Pese a su procedencia de izquierda, la obra de Gabriel García Márquez podía encontrarse. Todavía no sabíamos qué quería decir “realismo mágico” y apenas habíamos oído sobre el boom de la literatura latinoamericana. Esas ignorancias no obstaron para que Cien años de soledad, El otoño del patriarca y sus libros de cuentos se integraran a nuestros favoritos. Matizábamos con algunos clásicos del siglo XIX y hasta con los poemas homéricos y otros clásicos de la antigüedad, en las por entonces económicas ediciones de Losada.
En la música, la “progresiva” era casi excluyente. Cuando más compleja mejor. No se hablaba entonces de rock sinfónico, pero era eso lo que nos cautivaba. Nos habíamos asumido como “intelectuales” con el fervor de los conversos y todo lo que se situara bien lejos de la cultura de “barrio” era recibido con los brazos abiertos.
No pasó mucho tiempo hasta que La Paz dejara de ser el único reducto. La Giralda lucía un ambiente más “exótico” que el bar de Corrientes y Montevideo, allá fuimos. La cercanía con el Cosmos nos encaminaba a La Ópera cuando salíamos de ese cine. No recuerdo bien por qué razones, durante un tiempo las noches de los viernes se mudaron a Los Pinos, a mitad de cuadra entre Rodríguez Peña y Montevideo (si no me falla la memoria) y extinto hace décadas.
El itinerario era sobre todo entre Callao y el Obelisco. No nos interesaba lo que estaba más allá de Carlos Pellegrini, con teatros muy comerciales y un público más convencional.
Pasaron algunos años, la dictadura ya entraba en un cono de sombra. Y la mayoría de nosotros se había convertido en militante. De la Fede, por entonces una agrupación muy numerosa. Sabiámos que había más de 100 miembros del partido o de la juventud comunista que estaban desaparecidos y eran centenares los que habían pasado por las cárceles, parte de ellos “blanqueados” después de un secuestro. De todas maneras el impacto represivo había sido muy inferior al sufrido por las agrupaciones que habían optado por la vía armada o que sin hacerlo, tenían posiciones más radicalizadas que el moderado “Frente Democrático Nacional” que vertebraba la propuesta política del PC.
Ya habíamos aprendido a desconfiar de los manuales soviéticos y de ciertos análisis partidarios de la sociedad argentina, pero seguíamos en la agrupación en la que habíamos iniciado nuestra militancia. Nos identíficabamos con algunos dirigentes de la juventud, que nos parecían dispuestos a tocar otra cuerda.
“La Paz es el bar de la “ultra” nos decían algunos de los más ortodoxos. Aquella era una noción-comodín. Más amplia y vaga que la de “troscos”, servía para descalificar a cualquiera que estuviera a la izquierda del PC. No nos importó, seguimos frecuentandola esquina de Corrientes y Montevideo. A mediados de 1982 una redada en la esquina de Corrientes y Talcahuano, después de una manifestación, me abrió la puerta a una decena de días en la cárcel de Villa Devoto. Casi todo, para bien o para mal, empezaba en Corrientes.
De esa época, una madrugada para el recuerdo. La del 10 de diciembre de 1983. Se terminaba la dictadura, habíamos recalado una vez más en La Paz. El bar se convirtió en sede de algo parecido a un acto político. Enronquecimos cantando “se van y nunca volverán”, entre otras consignas adecuadas para la ocasión. Bailamos sobre las mesas, una batucada callejera ingresó a tocar en el bar. Se terminaba una época funesta. Que la presidencia la asumiera Raúl Alfonsín no nos satisfacía, pero esa noche no cabía fijarse en esos “detalles”.
“La calle que nunca muere” o las razones de una apuesta
Los años pasaron. Por variadas razones, hubo períodos de visitas menos frecuentes a aquellos lugares. En otros momentos volví a deambular a diario por Corrientes, hasta hoy. Aunque, poco a poco, empecé a caminar por allí más de día que de noche. El Arte estuvo cerrado durante muchos años y las salas de cine cada vez eran menos. Pippo ya no era tan barato como antes, las preferencias se trasladaron a otros restaurantes. Las librerías seguían allí, aunque cerraban más temprano. Antonio Gramsci e incluso León Trotsky habían reemplazado a algunas lecturas anteriores, que se tornaron indigestas. Las reformas que antes mencioné habían convertido a La Paz en un lugar inhabitable. La Giralda se había deteriorado pero seguía incólume en lo básico: “Cortado” en vaso y chocolate con churros. Ya no tomábamos ginebra, que servida en copitas y (vade retro) sin hielo, fue un trago habitual en los tiempos iniciales…
Soy reticente a entrar en arrestos melancólicos asentados en una supuesta decadencia definitiva de Corrientes. Le he visto pasar épocas tremendas. Invadida por tenedores libres vegetarianos, y por locales de juegos electrónicos unos años después. El ambiente estuvo desolado en torno a las crisis de 1989 y 2001. Y la calle se recuperó.
Ahora los golpes han sido quizás peores. No sólo por la pandemia. Antes de eso los absurdos canteros insertados en el medio fueron un tajo a la sensibilidad de los habituales de la avenida. Sin embargo allí siguen varias librerías clásicas, algunos de los bares memorables, el cine Lorca. El antiguo Arte experimenta cada tanto una reencarnación. Algunos de los cines que “cayeron” se han convertido en teatros, los hay hipermercantilizados, otros con programaciones atractivas. Perdura el “San Martín”. Hasta en materia de cafés, El gato negro ya hace unos años que disemina su pequeño encanto, La Academia ha sido reformada con buen criterio…
Una de las razones de mi escepticismo hacia la visión “decadentista” es que la nostalgia porque “Corrientes no volverá a ser la misma” viene de tiempos lejanos. Cada generación tuvo su mirada al respecto. Basta recorrer algunas letras de tango, que lamentan desde el “ensanche” de mediados de la década de 1930 al derrumbe de los “palcos tangueros” en la de 1950. Otra de las líneas de argumentación acerca del declive es que ahora hay otros “polos culturales”: Los varios Palermos, la zona de teatros en Almagro, entre otras. Prefiero pensar que hay lugar para todos en la vida cultural de Buenos Aires.
Cabe mantener la esperanza de que La Paz vuelva alguna vez con bríos renovados, como ocurrió en otros casos. Y que “resuciten” otros lugares cerrados hace no mucho. Es indudable que el centro de la ciudad no ha podido permanecer ajeno a los momentos aciagos que ha sufrido y sufre la sociedad argentina. Ninguno de esos avatares lo ha extinguido.
Cabe prever que tampoco ocurrirá ahora esa “muerte” y es probable que las nuevas generaciones encuentren “su” versión de la calle. Mientras tanto tomemos un café en La Giralda. Y como dice un tango, desafiemos a Que me quiten lo bailao.
Daniel Campione
1 comentario
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Muy bueno. Afortunadamente, tuve la oportunidad de compartir varias de esas épocas y circunstancias.