Encuentro con Trotsky en “La Academia”
30Sep21Corrían los últimos tiempos de la dictadura cívico-militar iniciada en 1976. La actividad militante tomaba pleno ritmo, a despecho de que las sombras de la represión sangrienta todavía pegaban algún coletazo.
Uno de los lugares del centro donde solían reunirse militantes era La Academia, en Callao casi esquina Corrientes. Nosotros pertenecíamos a la Federación Juvenil Comunista (“La Fede” en el lenguaje coloquial) y el bar estaba a cien metros del viejo local del Comité Capital del Partido Comunista, situado sobre la misma calle.
Había un incentivo adicional para ir a ese bar, el P.C se hallaba en pleno empeño para concretar algún tipo de alianza con el peronismo y no eran pocos los jóvenes de esa orientación que se encontraban allí. Eran universitarios, unos pocos de Derecho como nosotros, la mayoría de Filosofía y Letras. Cualquier contacto con lo que percibíamos como el movimiento popular por excelencia parecía un esfuerzo valioso en pro de la conformación de un frente.
Llegamos a compartir largas charlas, no sólo de política, en las viejas mesas. Al bar se le notaban varias décadas sin mayores reformas. No nos molestaba, teníamos cierta antipatía por otros lugares más novedosos y el café era barato, la ginebra también. Y estaban las mesas de billar, en las que solíamos desplegar desaciertos propios de principiantes y el logro de una esforzada carambola cada tanto. Otro “mérito” era que estaba abierto las 24 horas. No faltó la ocasión en que desayunamos allí tras alguna trasnochada más extendida que lo habitual.
Un par de los tan apreciados compañerxs peronistas habían tenido un paso reciente por el trotskismo. Habíamos aprendido hacía poco la existencia de algo llamado “entrismo”. El entusiasmo que demostraban, con lectura de La Comunidad Organizada y Conducción Política incluida, nos hacía pensar que no era el caso. De cualquier manera, para lo que quiero contar, el antecedente trotskista resulta relevante.
Una noche de tantas entre café y ginebra, uno de los ex “troscos” explicó que por apuros económicos, se veía obligado a vender algunos de sus libros y que los ofrecía muy baratos. Sacó varios de la mochila. Uno cautivó mi atención y se lo compré sin dudar, antes que alguien se adelantara. Se trataba de La revolución traicionada, de León Trotsky.
Era un ejemplar, ajado pero completo, perteneciente a una vieja edición de Editorial Claridad. Yo no había leído nada del dirigente bolchevique asesinado. Incluso me había tropezado con algún viejo libro en el que cada vez que se lo mencionaba, se repetía una fórmula ritual: “El traidor y enemigo del pueblo soviético…”. Sí tenía vistos escritos críticos acerca de la época de Stalin, con enfoques que nada tenían que ver con el marxismo. Y otros, elaborados por comunistas “ortodoxos”, que criticaban el período stalinista pero daban la impresión de callar demasiadas cosas. El execrado “culto a la personalidad” parecía constituir el mayor problema. Se hacía sentir la falta de un enfoque más amplio y complejo.
Empecé a leerlo al día siguiente y me encontré con explicaciones que me resultaban atractivas, en particular acerca de la completa entronización de una burocracia que había dejado al proletariado lejos del poder. Mi formación marxista era más bien embrionaria por entonces y no tenía aún elementos para sacar conclusiones definitivas. De todas maneras lo leído alcanzaba para hacer temblar mis convicciones de entonces.
Tras leer un buen rato en un bar, creo que era La Ópera, otro reducto al que concurríamos con frecuencia, me encaminé al local de Callao, a una de las muy habituales reuniones. No por espíritu de desafío sino por no tener conmigo mochila ni maletín, entré al comité con el libro “hereje” bajo el brazo. Recuerdo algunas miradas de extrañeza, en especial de veteranxs, al ver el retrato de Don León en la tapa y el título que adelantaba un contenido claramente “antisoviético”. En cambio cuando ingresé a la reunión el resto de lxs presentes lo tomaron en tono amable, algunxs como una pequeña travesura. No faltó el que sentenciara “hay que leer de todo”. Si alguien me había precedido en ese tipo de lecturas no lo dijo.
Al poco tiempo continué con La revolución permanente, que entre otras incertidumbres me sembró la duda acerca de qué hablábamos en realidad cuando nos referíamos al internacionalismo proletario. Era para mí una época de descubrimientos, al poco tiempo encaré a una selección de escritos de Rosa Luxemburgo, que me trajo más perplejidades: Criticaba nada menos que a Lenin. Y no mucho después me encontré con Antonio Gramsci, que me cautivó como ningún otro autor, esa ya es otra historia.
Seguí leyendo con cierta frecuencia al creador del ejército rojo. No por eso me convertí en un experto en su obra, ni mucho menos. Sí me ayudó a asumir la tradición iniciada por Karl Marx como un conjunto complejo y heterogéneo. Y me condujo al convencimiento de que la lectura de Trotsky es indispensable para quien aspire a formarse en un pensamiento revolucionario y a comprender el transcurrir de la Unión Soviética y de la Internacional Comunista, entre otros aspectos. Como todxs lxs grandes autorxs, cada lectura o relectura nos ilumina sobre algún aspecto de la comprensión crítica de la realidad en la que no habíamos pensado o comprendíamos de un modo insuficiente.
Las visitas a La Academia comenzaron a espaciarse. Los avatares del estudio, del trabajo y de la militancia nos impusieron nuevos itinerarios. Algunxs habían tomado otros caminos en su filiación política, otrxs la continuaban en tareas o lugares que imponían alejarse de Callao y Corrientes. En mi caso, volví, y con menos frecuencia, a un “amor” anterior, La Giralda. No faltó años después entre los peronistas el que dio una voltereta hacía la cercanía del poder y pasó de la izquierda del movimiento a la ocupación de algún cargo en el gobierno de Carlos Menem.
En la actualidad es muy cada tanto que recalo en Callao casi Corrientes. Muy remozado, sigue siendo un lugar amable. Y cada vez que me siento allí, asoma el recuerdo de aquel “encuentro” con La revolución traicionada.
Daniel Campione