El que te dije

El que te dije

7Oct21 0 Por Alejandro Urioste

Ya sé que es como si fuera la única que existe, pero nunca me gustó la foto más famosa del maravilloso fotógrafo cubano Alberto Díaz, “Korda” para los amigos.

Me refiero a LA imagen del Che, donde se lo ve con la chamarra de cuero cerrada, la melena al viento y esa mirada dicen que al futuro.

No se parece en nada a aquel (nunca se supo si por el asma o por ser el primer pez fuera del agua) que medio asfixiado había de trajinar el mundo con sus largos huesos de Quijote, sus bigotes de Cantinflas, sus burritos, los bolsillos reventando de papeles y cositas, y ese aire de desamparo que no se le quitaba ni con la sonrisa ni con la ironía argentina.

En su homenaje levantaron un monumento de bronce de siete metros de altura en Santa Clara. No sé si los monumentos tienen algún sentido, pero si lo tuvieran, allí es donde debe estar. Pues allí entró insomne de muchos días y de tres batallas una madrugada de diciembre con unos guerrilleros casi adolescentes en harapos que tiraban mucho tiro de parado y se nombraban los mau-mau. Allí tomó el tren blindado y los cuarteles rompiendo cada una de las reglas del arte militar.
Allí le mataron al Vaquerito y allí, en ese mundo detenido de la balacera, el humo y el tiempo con la brújula estropeada; se enamoraron de él todas las muchachas de Las Villas.

Ese lugar donde se encuentra lo que no se busca, donde el olmo da las peras más hermosas. Ése frágil y precario tiempo que ya había llegado era el futuro, el tiempo de vivir, no el lugar de mármol y de fuego al que dicen que mira en la foto.

Después empezó a meter el dedo en el ventilador del marxismo, que, como tantas aventuras de lo humano, para eso está. Está para desarmarlo y ver como está hecho, y volver a armarlo con las piezas cambiadas una y otra vez. Es que, al contrario de los artefactos, cuando funciona es cuando no sirve.

Mientras tanto, los que sabían cómo era la cosa, los de la revolución como debía ser, como figuraba en los antiguos códices, esperaban. Esperaban (como tantos todavía esperan) que la dialéctica, esa trapecista aburrida, les hiciera la caridad de dar la última pirueta sin romperse la crisma, mientras ellos miraban desde abajo, desde la Historia, crispados, con ese aire de folkloristas ofendidos.

-Nosotros éramos unos pobres diablos que quién sabe dónde nos iría a llevar la vida y estábamos esperando encontrarnos con un hombre como el Che- le dijo a uno de sus biógrafos José Manuel Manresa, secretario del Che en el Ministerio de Industrias.

Cuántos hombres y mujeres comunes de este lado del mundo, algunos explotados y otros ofendidos, le podrían decir lo mismo sin dudar, le podrían relatar ese instante cargado en que dejaron de ver pasar su vida para ver cómo corría por los huesos la vida de los muchos. Eso que los escribas de fin de siglo llamaron la “fascinación de la muerte”, en un país donde la Nación se consumó como una eterna carnicería, desde Sarmiento a Videla, desde Rosas a la estación de Avellaneda.

Porque los ’90 trajeron esa lloradera insoportable; el radiante neoliberalismo con sus prestidigitadores, sus políticos-economistas berretas, especialmente los progresistas, sus revolucionarios nostalgiosos, y una nueva comparsa de gestores que también sabía cómo-era-la- cosa, que sabía qué quería “la gente”.

Pero además los `90 trajeron otras luchas, pasiones y deseos, otros pensares y haceres, otras cadenas y otras rebeldías, otros NO fecundos, otras maneras de la vida que no estaban en la mochila del viejo comandante, pero se le parecen en algo: vienen sin garantía y el que los asuma deberá saltar sin red.

Así, de los totziles insurgentes de México se aprendió que no todo revolucionario es un rebelde. De las mujeres y su revolución desmesurada, aprendimos para siempre el furibundo amor por las diferencias. De los jóvenes de Génova y Avellaneda que no querían entrar sino salir, que el capitalismo del siglo XXI no tiene “ejército de reserva” y que la guerra es su sal cotidiana. Pero esa es otra foto.

Como Emiliano Zapata en los salones de la ciudad de México el día que entró con Villa, incómodo, sin saber dónde poner las manos y el sombrero, así el que te dije siempre se estaba yendo de ese lugar donde la política coagulaba y se volvía inmóvil, por más que trabajara como un condenado y tirara la bronca, como el más legítimo heredero del terrible “rajá, turrito, rajá” de Roberto Arlt.

La última vez que se fue lanzó el primer, el único llamado al internacionalismo que no fue hecho en interés de un Estado. Después se volvió a meter en el camino, más cerca del Juancito Caminador de Tuñón que de Robespierre, más compadre de Jack London que de Lenin.

No para que un sargento borracho lo matara a la mala en una pieza oscura, como a tantos después, no para que lo invocaran pomposamente y a destiempo.

Nomás lo hizo para que nos diéramos cuenta de que en el mundo había muchos como él.