Escuela y política en tiempos azarosos
22Jul22Quien escribe estas líneas transitó las aulas de la escuela secundaria entre 1972 y 1976. Final de una dictadura y comienzo de otra, con el vertiginoso y pleno de significados “tercer peronismo” en el medio.
El colegio al que concurría estaba ubicado en un barrio de clase media-media, alejado del centro, como hay varios en la ciudad de Buenos Aires.
Vivíamos en el país que, por buenas y malas razones, aún se preciaba de su “excepcionalidad” en el ámbito latinoamericano. Por sus bajos índices de pobreza y elevados niveles de alfabetización, por su baja tasa de desempleo, su grado de industrialización. Otra jactancia era no tener “problemas raciales”, es decir la pretendida “blanquitud” frente a vecinos de altos porcentajes de población indígena o afrodescendiente.
Las ganas de cambiarlo todo.
Ese conjunto de creencias halagadoras era patrimonio sobre todo de sectores más bien conformistas de la sociedad. Un conjunto creciente de compatriotas, trabajadores y estudiantes sobre todo, con predominio de las generaciones más jóvenes, pensaban de otra manera.
No dejaban de ver las lacras del capitalismo, la influencia del capital imperialista, la subordinación a los intereses de EE.UU, las arbitrariedades patronales en los lugares de trabajo. No le interesaban los porcentajes a la hora de rehusarse a convivir con las desigualdades y la pobreza.
Y condenaban sin tapujos las prisiones sin juicio y las torturas que prodigaba la dictadura iniciada en 1966 y, a poco andar, los “sótanos” del gobierno peronista. Los asesinatos de Trelew constituyeron un toque de atención sobre el nivel de perversidad al que podía llegar la represión.
Cursábamos en una “escuela nacional de comercio”, de acuerdo a la nomenclatura de la época. En épocas de alta politización en las escuelas, a nuestro ámbito barrial las resonancias llegaban un poco atenuadas, pero llegaban. En 1973 hubo una breve toma de la escuela. Y marchamos hacia el Congreso en la protesta por el golpe que derrocó y asesinó a Salvador Allende.
No teníamos el grado de politización de los colegios más movilizados, lo que no impedía que circularan publicaciones de izquierda y que el debate político estuviera siempre en el tapete, con las limitaciones de información y experiencia propias de la adolescencia temprana. Se hablaba incluso de revolución, aunque no supiéramos articular más que unas pocas frases para definirla.
La autoridad y sus abusos.
En los primeros años la escuela tenía una directora con ciertos aires de “señora fina”, conservadora en política. En primero la tuvimos también como profesora de “Educación Democrática” y allí pudimos ilustrarnos sobre su obsesión con el comunismo. Cualquier pretexto era válido para que nos soltara alguna breve arenga sobre los horrores del totalitarismo soviético. Las reacciones de muchxs transcurrían desde el enojo a la burla.
Quien la reemplazó, exfuncionario internacional era un hombre inteligente y culto. Los que no eran nada agradables eran sus ideas y sus procederes. Se dedicó a instaurar en la escuela su propio nicho represivo.
La vigilancia permanente y las pesadas sanciones comenzaron a menudear. Uno de sus entretenimientos favoritos era emprender minuciosas averiguaciones acerca de cualquier hecho de “indisciplina” que se presentara. No toleraba que ningún “crimen” quedara sin autor conocido. Insidiosos interrogatorios, impregnados de incitaciones a la delación se hicieron moneda corriente.
Tenía otros manejos autoritarios. Corría la versión de que podía estar vinculado a la policía, a los militares, a los servicios de inteligencia o todo eso a la vez.
El autor de estas líneas experimentó durante cuarto año una crisis. Me pesaba asistir a la escuela, el estudio me resultaba deprimente, aún el de las materias que en otros momentos me gustaban. La asistencia a clase era una carga que solía aliviar con ausencias muy frecuentes.
Los resultados no se hicieron esperar: Me quedé “libre” por tener más de 15 inasistencias, por primera vez me “llevé” cuatro materias a diciembre. Y lo peor, incurrí en un par de conductas consideradas irrespetuosas por sendas profesoras, con canto de la marcha peronista en plena clase incluido (sólo para molestar, no era peronista). El director me convocó a su oficina y me impartió un par de sanciones adicionales, por motivos tan pueriles como no estar afeitado.
Sumé 25 amonestaciones, lo que equivalía a tener que rendir todas las materias a fin de año. Demasiado. Felizmente las dotes diplomáticas de mi papá, reunión con el director mediante, consiguieron el levantamiento del castigo. Y a estudiar en las vacaciones para rendir las asignaturas adeudadas.

En ese mismo cuarto año, 1975 a la sazón, éramos compañeros con un militante de “la Fede”, que sería el mismo que me afilió unos años después. Pero por entonces tomaba tareas que lo obligaban a estar “tapado” y no explicitaba su militancia, sí sus ideas.
Pese a las tres A, al operativo Independencia, a la asfixiante propaganda “antisubversiva”, seguíamos hablando de política. Y a veces subíamos bastante el tono, sin reparar en potenciales peligros.
Sin ser militantes, éramos varios las y los apasionados por la política. Esos tiempos vertiginosos hacían difíciles no ya la indiferencia, sino incluso el interés moderado y algo distante. Entusiasmos y hasta gritos airados eran más que frecuentes a la hora de pronunciarse, por ejemplo, a favor o en contra de Perón.
De todos modos, no hay que generalizar acerca de la efervescencia ambiente. Había compañeras y compañeros que repetían mitos de la clase media más tradicional: “No quiero que venga el comunismo, a mis viejos le van a sacar lo que tienen, que lo hicieron trabajando”. E incluso algune que no se privaba de motejar de “negros de mierda” o “villeros” a quienes percibían como más pobres o menos educados.
1976. Golpe, despedida y después…
En los últimos meses de 1975 nuestras no muy seguras convicciones oscilaban en torno al sentido común más extendido. A lo sumo había discrepancia parcial entre quienes consideraban al golpe militar como inevitable y los que además pensaban que sería beneficioso para el país ante el descalabro reinante.
El período escolar de 1976 casi nos recibió con el golpe triunfante. Como casi todxs, no nos imaginábamos la magnitud y crueldad que alcanzaría la esperable represión. Circulaban cada vez más los rumores de gente a la que “iban a buscar” y después no se sabía dónde los tenían presos. El término “desaparecido” no estaba aún incorporado a nuestro léxico. Tampoco el siniestro “algo habrán hecho” resonaba por entonces.
Entre nosotrxs circulaba más bien cierto temeroso desconcierto. Sabíamos que el gobierno había designado a un ministro de Economía perteneciente a la alta burguesía y de un liberalismo extremo, con un fuerte tinte antiobrero. Nos llamaron la atención de entrada la proscripción de casi todos los partidos de izquierda y las restricciones draconianas a los derechos de los trabajadores.
Seguíamos leyendo algunas revistas críticas antes de que las clausuraran. Recuerdo Cuestionario, que logró aparecer hasta junio y El Ratón de Occidente, sustituta por breve lapso de Satiricón.

No perdíamos del todo la alegría juvenil: Bailes hasta la madrugada, recitales de rock, aunque llenos de policías. Escapadas al cine, tentativas de hacer música o teatro, torneos de fútbol intercolegiales. E hicimos una gran fiesta para celebrar el fin de curso y nuestra graduación como peritos mercantiles.
Sabíamos que nos esperaba la universidad, de clima aún más hostil y represivo que el de la escuela. Que ya no sería tan sencillo llevar ediciones baratas de Marx o Lenin en la mochila. Y la policía podía revisarnos a la entrada o salida de la facultad.
No teníamos aún noción plena de la magnitud de la derrota ni de los cambios regresivos que estaba experimentando la sociedad argentina. Sí nos invadía la impresión de que la lucha armada era casi un asunto terminado y que la dictadura iba para largo. “El proceso no tiene plazos sino objetivos”, afirmaba la publicidad oficial.
Nosotrxs queríamos encontrar objetivos y todo plazo nos resultaba excesivo, como corresponde a quienes recién bordean los 18 años. Anhelábamos el amor, esperábamos encontrar trabajo. Y no renunciábamos a un futuro cercano de reuniones políticas, lectura de documentos, volantes y pintadas. Iríamos al encuentro de todo aquello, aún en lo profundo de la noche dictatorial.
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