Se reciben y no logran acceder al trabajo

Se reciben y no logran acceder al trabajo

26Abr23 0 Por Silvana Melo y Claudia Rafael

Maestras originarias sin escuela

Son maestras de nivel inicial recibidas en el Instituto de Santa Victoria Este. Viven en las comunidades de la zona y pertenecen a las etnias Wichí, Chorote, Chulupí o Toba. Algunas son criollas. Y no consiguen jardín o escuela en los que trabajar. Las niñas y los niños siguen teniendo docentes que no hablan su propia lengua y no las entienden. APe habló con cuatro de ellas y relatan su historia y su sacrificio.

(APe).- Son parte de la tierra y del monte. De la historia ancestral de los pueblos. En las pequeñas comunidades, allí donde nacieron y crecieron hablando sus lenguas, tan lejanas al español. Hoy son maestras jardineras. Recibidas en el Instituto de Educación Superior 6050 de Santa Victoria Este hace dos, tres o cuatro años. Apenas una de todas ellas ejerce la docencia desde que, con su familia, se plantó en la escuela y reclamó la apertura de la sala de tres, consiguió ella misma los inscriptos y se ganó el puesto.

El resto de sus pares sigue sosteniendo una delgada esperanza en que alguna vez puedan solventar un viaje para presentar el reclamo a las autoridades que las olvidan sistemáticamente. Son docentes sin escuela. Porque no tienen dinero para acceder a especializaciones y postítulos. Porque en sus comunidades internet es un bien inexistente. Y porque los escasos puestos de maestra que se crean son ocupados por docentes que llegan desde lejos pero con los puntajes altos que para ellas, por ahora, son una utopía. Por lo tanto, hay muchos mundos que les siguen vedados y cada paso, cada escalón, cada sueño les cuesta mil veces más que al resto.

María Emilia Díaz pertenece a la etnia chorote, en una zona de Salta donde viven 50 comunidades de cinco etnias. Vive en Misión La Merced; empezó la carrera de maestra jardinera en 2013 y terminó de cursar, junto a Luisina Pérez, en 2018.

Elba Domínguez, de la etnia wichí, soñó –desde el instante en que se inscribió en la carrera – con acompañar a los más chiquitos de su comunidad en sus primeros pasos en el jardín de infantes. A ellos –dice- “que no entienden castellano”. Y que, en definitiva, vivieron lo que ella vivió cuando era una niña pequeña en la Comunidad San Luis. “Quisiera que nos den lugar para poder ejercer lo que tanto sacrificio nos costó. Era un sueño tener una profesión y salir adelante y ser como un ejemplo para mi comunidad”.

A la hora de ejercer el magisterio aparece un escollo que ellas no esperaban, ilusionadas en comenzar la educación de los niños toba, wichí, chulupi, chorote, en su misma lengua. “Vienen maestras criollas de otros lugares, se cambian de domicilio y trabajan acá. Y nosotras no tenemos mucho puntaje, porque no tenemos dinero para hacer cursos, diplomaturas o postítulos que son muy caros”, dice María Emilia.

Carolina Andrada es maestra jardinera, criolla, pero creció también en una comunidad wichí. Y al igual que la mayor parte de las maestras de los pueblos originarios tampoco tiene trabajo docente. No tienen recursos económicos, tienen internet de pésima calidad y los servicios de telefonía celular tienen un comportamiento errático.

Entonces “aquí andamos, sin trabajo, después de cuatro años de recibirnos”, dice María Emilia. “Nosotras muy entusiasmadas estudiamos cuatro años para que nos pase esto. No sabíamos de este sistema de educación y estamos sin trabajo”, lamenta con el tono cansino y ancestral que caracteriza a las etnias que subsisten donde se termina el país.

Sacrificios

Elba tiene 35 años, cuatro hijos y la más pequeña fue su gran dolor durante las prácticas docentes. No era fácil dejarla por más que la cuidara su mamá, que la sostuvo en su decisión de estudiar. Pero al momento de llegar a la escuela y ver a las niñas y niños salir a esperarla se le iluminaba el rostro y se le dibujaba una sonrisa por saber que valía la pena.

A las 5 de la mañana de cada día, se subía a la moto, con su marido –que es maestro de Primaria- para viajar juntos a Pozo el Toro, a 30 kilómetros de distancia, y estar allí a las 7.45. “A veces estaba lloviendo y salíamos más temprano. Cuando volvíamos te ocurría que por ahí la moto tenía problemas y nos quedábamos más horas en el camino. Cuando hacía frío ni te lo cuento”.

Cuando se recibió Carolina eran cerca de un centenar de jóvenes. Criollas y originarias de las etnias Chorote, Wichí, Toba y Chulupi. “Hemos estado peleando por el derecho de tener un trabajo digno. Para eso hemos estudiado. Pero estamos muy olvidadas por las autoridades. En la provincia hay chicos de 4 o 5 años que no están escolarizados en el nivel inicial. Nosotras empezamos a reclamar por nuestra situación y teníamos que llenar planillas y viajar para llevarlas y no tenemos dinero. Y hay maestras que llegan hasta de Jujuy, se cambian el domicilio y se vienen a vivir. Les conviene porque por zona desfavorable cobran más. Nosotras nunca pudimos llegar a la provincia para hacer una denuncia personalmente. Nos sentimos discriminadas. Una diplomatura cuesta cien mil pesos y no te da más de 10 puntos”.

“A mí me costó mucho la escuela como a todo chico originario. Yo era muy tímida. No iba a hablar con los maestros ni con los profesores ni con los compañeros”. Por eso “es muy importante que ellos tengan una maestra que sea de su propia lengua, que sea la primera que les enseñe en su idioma a hablar castellano. A todos nos cuesta mucho”. María Emilia describe fotográficamente que “desde muy temprano nuestros chicos van a la escuela y ven otra realidad, escuchan a la maestra y se quedan mirándola porque no la entienden”.

Similar planteo hace Elba cuando cuenta que “nosotras no podemos acceder a cargos. Y no es que no hay chicos. En esta escuela está el maestro bilingüe en sala de 5. Pero no en la sala de 3 y la de 4. Entonces se les dificulta aprender. No entienden lo que habla la maestra. A mí, cuando era chica me pasaba lo mismo. Y a veces hay palabras que todavía no entiendo”.

Luisina

Luisina pudo recibirse un año antes que María Emilia, con el mismo sueño: “ser maestra, estudiar para que un día pueda estar en el jardín para enseñar a los chicos de mi comunidad. Y la verdad es que estoy muy orgullosa. Gracias a Dios estoy trabajando en la escuela 4194 de Misión San Luis, en la sala de tres años”. Su resumen le quita dramatismo a aquello que lo tuvo. Conseguir ese trabajo implicó plantarse, tomar la escuela con la ayuda de su familia, recorrer la comunidad, anotar a todos los chicos de tres años que le decían que no estaban y forzar la apertura de una sala de tres.

“Ahora tengo once niños” pero “no sé si el otro año me darán otro cargo. No sé”. Luisina hizo la lista de nombres y “la mandé a la supervisora; yo sé –dice- que hay chicos de tres años en cada comunidad; tengo compañeras como María Emilia que también los tienen en su comunidad y me gustaría que pudieran trabajar de lo que han soñado”. Recorrió 16 kilómetros diarios como pudo hasta el Instituto de Educación Superior Nº 6050 hasta recibirse. Hoy asegura que su problema es “la falta de materiales para trabajar con los chicos todos los días”. Y su satisfacción mayor: “hay padres que vienen a ver si pueden anotar a sus hijos. Es decir que hacía falta la salita”.

La tierra, el monte y la lengua

Viven en comunidades con agua contaminada, donde hay pozos pero no bombas, la luz proviene de paneles solares que muchas veces no funcionan bien, con una señal de internet absolutamente deficiente, en tiempos en que la pandemia terminó de virtualizar los vínculos y los trámites. Esos mismos niños no tienen documentos y para el Estado no existen. Ese no ser burocrático les impide a sus madres cobrar la AUH.

A las familias que reciben la asignación “no les alcanza ni para el alimento. Acá se habla de que viven de los gobiernos, pero nadie dice que no alcanza para nada”. María Emilia logró, con enorme esfuerzo, cumplir un sueño personal que implica también a un colectivo, a su comunidad, a sus compañeras docentes. “Haber cursado cuatro años me costó mucho, aparte de lo económico y el idioma. Pero ver esto… es muy triste”.

Ella empezó a hablar mejor el español “cuando terminé la secundaria. Tuve el valor de decir tengo que aprender a hablar porque si voy a un hospital qué voy a decir”. Le duele que “a mucha gente de mi pueblo le cuesta tanto ir a hacer el documento de su hijo y muchas veces no puede. No es que no quieran hacerlo, no pueden. Siempre me identifico con ellos porque me ha pasado a mí. No es que ellos no quieran hablar ni hacer el documento. No se animan”. Y en los hospitales “no hay doctores ni enfermeros bilingües”, en medio de una endemia étnica de desnutrición y deshidratación infantil.

El desmonte les ha arrancado gran parte de su cultura. Su almacén y su farmacia naturales. “Está cambiando mucho porque hay vacas”, dice María Emilia y describe claramente la extensión de la frontera agrícola que tala los bosques y empuja a la ganadería sobre las mismas comunidades. “Si salen los frutos como el mistol o la algarroba, no pueden llegar a tiempo, llegan primero los animales y los comen”.

“Tenían su propio yuyo, como ustedes dicen, usaban medicamentos caseros y ellos mismos tenían una partera y atendía como una doctora”, describe María Emilia. “Hay muchas que siguen con esa costumbre y no quieren ir al hospital”. Donde tantas veces no las comprenden ni llegan a tiempo.

Carolina define que “hay zonas donde los niños sufren muchísimo”. Y sigue: “no hay médicos en las comunidades, no hay especialistas. Hay muchos chicos con riesgo de bajo peso, bebés que fallecen por desnutrición, se ve día a día en el Hospital, que llegan y quedan internados para tratar de sacarlos de ese estado”. Pero “el hospital es un desastre, si hay una urgencia no hay cómo sacarte. Hay gente que se muere en el camino o en el mismo hospital por llegar tarde”.

En espera de un sueño

Son maestras sin jardín y sin escuela. Viven de las artesanías o de cocinar para vender. Carolina hace pan casero, tortilla al horno, facturas, pan dulce que comercializa en Santa Victoria Este. A siete kilómetros de distancia, en Comunidad San Luis, Elba hace yicas, cintos, cartucheras, portacelulares o colgantes. “A veces lo cambiamos por mercadería o por ropa”. Ella trabaja con fibras de chaguar, que es una planta de la que se extraen los hilos que después son procesados y teñidos para hacer productos artísticos. Recorren 40 kilómetros para internarse en el monte a recoger la planta. Para una actividad que acompaña a las mujeres wichí desde sus años adolescentes. O antes aún. Como Elba, que aprendió a los 9 años.

Carolina describe a las comunidades San Miguel, Vertiente Grande y Vertiente Chico como sobrevivientes de lo que queda del monte. “Viven de los conejos, del quirquincho, la corzuela y ahora, en este tiempo, mucho de la charata, que es una especie de gallina, que en esta época se pone gorda y es muy rica”.

 “Me contaron mis abuelos que cuando terminaban la yica, iban para Santa Victoria, que queda a 7 kilómetros de La Merced y la vendían a cambio de azúcar y harina”. Ahora, con los animales en el medio “el chaguar queda muy lejos para ir a buscarlo en el fondo del monte”. Carolina aporta que “la recolección de chaguar se dificulta mucho; ahora tienen que comprar a otros porque no lo pueden recolectar”.

Pozo El tigre y La Paz viven del río. Después de la sequía feroz del verano, es tiempo de pesca. Hasta que el Pilcomayo se encabrita y las inundaciones se convierten en la otra tragedia.

Ellas, mientras tanto, siguen esperando poder cumplir con su sueño. Que, en definitiva, es el mismo sueño de su comunidad. Que intenta cada día la supervivencia de una cultura que les es talada como los montes.

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